Gran Bretaña está ya totalmente confundida ya no sabe
exactamente que es, que o mejor dicho que son sus habitantes cada vez que los servicios de inteligencia
anuncian que han neutralizado a una célula Yihadista que se disponía a cometer
una masacre en Londres, Manchester o Glasgow, el primer ministro David
Cameron y la Inglaterra “cristiana”
se quejan de que la comunidad
musulmana o mejor dicho, “la Inglaterra musulmana” no hace lo
suficiente para favorecer la integración de sus jóvenes, asumir los “valores
culturales de la mayoría” y combatir la radicalización en nombre del islam.
Muchos británicos dudan de que la Inglaterra que tenían como
patria ya no saben dónde ha ido a parar, sobre todo, la grandeza de la Gran
Bretaña “cristiana” muchos creen que ya la han perdido para siempre que se la
han dejado conquistar por su ceguera inicial creyendo que la admisión de
inmigración musulmana era un negocio por la obtención de mano de obra barata pero
esta creencia egoísta se ha vuelto en su contra ahora esta inmigración ha hecho
que toda la mano de obra de Gran Bretaña
sea barata incluso la de los ingleses.
Por otro lado, cada vez que la Inglaterra cristiana habla
de este asunto desde los escaños de la Cámara de los Comunes o desde la BBC, la
Inglaterra musulmana lamenta la visión simplista de su cultura y de su
religión, la manera en que es demonizada, el creciente racismo, discriminación
e islamofobia, la percepción de que sus integrantes son en el mejor de los
casos unos bárbaros ignorantes e irracionales que viven anclados en el pasado y
toleran el terrorismo o no lo denuncian con suficiente fuerza, lleva a que los
ingleses de Inglaterra crean en el peor
de los casos que los musulmanes pretenden la destrucción del país en el que
viven. ¿Quién está más cerca de la verdad?
La verdad, aunque a algunos les gustaría que no fuera
así, no es casi nunca blanca o negra, sino que depende del color del cristal
con que se mira y se encuentra casi siempre en los muchos matices del gris.
Entre los millones de musulmanes residentes en Gran Bretaña hay de todo, y
ejercen también de todo: policías, magistrados, diputados, corredores de bolsa,
peluqueros, amas de casa, millonarios, hombres de negocios, granjeros
orgánicos, cómicos, banqueros, cantantes de rock, y un largo etcétera. Un viaje
a Bradford, una de las ciudades más islámicas del país, sirve sobre todo para
confirmar que cualquier simplificación es errónea, y que no se puede generalizar
sobre la Inglaterra musulmana.
Bradford, en el condado de Yorkshire, es una ciudad de
medio millón de habitantes, de los cuales una cuarta parte son musulmanes, de
ellos la gran mayoría de origen pakistaní. Por cuestiones demográficas barrios
que hace tan sólo una década eran casi exclusivamente blancos son ahora mixtos,
y barrios que eran mixtos ahora son de mayoría asiática, una fuente segura de
tensiones.
Organizaciones neofascistas, como el Frente Nacional y la
Liga para la Defensa de Inglaterra, tienen una gran presencia como demuestran
las pintadas en edificios y las pegatinas en las farolas, azuzando la
percepción (totalmente infundada de acuerdo a las propias estadísticas del
gobierno) de que los “extranjeros” –un concepto amplio que va más allá del
pasaporte– no pagan impuestos, colapsan los servicios sociales, disminuyen la
calidad de la educación, atestan los hospitales, viven del paro y ocupan los
pisos de protección oficial que deberían ser para los “nativos”.
El barrio de Little Horton, al sudoeste del centro, es un
buen ejemplo de cómo ha cambiado Bradford desde los graves disturbios raciales
registrados en el 2001. Sólo queda un pub, La vaca marrón, porque la inmensa
mayoría de musulmanes no bebe, y menos aún en público. Su clientela es cien por
cien blancos por y con la nostálgica de un pasado que siempre fue mejor.
Bradford era una comunidad vibrante, dinámica, solidaria
y llena de energía, de gente humilde de clase trabajadora que se deslomaba para
dar de comer a sus familias, había un claro sentido de identidad y patriotismo.
Sus ciudadanos sabían lo que éramos y lo que queríamos. Pero ahora miran a su
alrededor. Y pueden ver a un grupo de colegiales de entre ocho y doce años que,
con un profesor al frente, van camino de la madraza, la escuela islámica donde
cambiarán los uniformes azules del colegio público por unas batas, para rezar
sus oraciones y estudiar el Corán antes de regresar a casa.
En los años setenta, todos los niños que jugaban al fútbol
entre las modestas casitas adosadas de ladrillo rojo de Little Horton eran
blancos; hoy, prácticamente no queda ninguno. El paisaje urbano también ha
cambiado y las chimeneas han cedido paso a las cúpulas de las mezquitas
(cuarenta repartidas por toda la ciudad). El ritmo es distinto, los sonidos son
distintos. En vez de campanas o silbatos convocando a los trabajadores a las
fábricas textiles o metalúrgicas, grabaciones electrónicas del muecín llaman a
la oración.
Es muy fácil teorizar sobre las ventajas del
multiculturalismo desde algunos barrios intelectuales del norte de Londres,
pero la verdad ya está en muchos barrios y ciudades de Inglaterra como Bradford,
oliendo todo el día a curry, con la rutina cotidiana alterada porque si es
Ramadán o si no lo es, con recreos artificiales en el colegio público para que
los niños musulmanes puedan rezar, cruzándose con barbudos que salen de la
mezquita y preguntándose si serán de los que hacen la vista gorda al
terrorismo.
Hace poco, tres hermanas fueron de peregrinaje a La Meca,
y en vez de regresar se fueron a Siria con sus nueve hijos para luchar del lado
del Estado Islámico. ¿Qué hemos de pensar? “Nos han cambiado a nuestro país” exclaman los habitantes de muchos
lugares de Gran Bretaña. Lo que resulta evidente en Bradford –y en otras
ciudades con amplias comunidades islámicas como Blackburn, Preston, Burnley o
Birmingham– es la existencia de tres mundos paralelos: uno sólo musulmán, uno
sólo cristiano, y otro mixto. La mayoría del tiempo coexisten en un equilibrio
más o menos precario, pero cualquier chispa puede hacer que entren en
conflicto.
El primero pertenece a los residentes británicos de
origen paquistaní aferrados a su religión y su cultura, encerrados en su
burbuja, que no sólo rechazan el alcohol, el cerdo y las minifaldas, sino que
los consideran pecaminosos; saludan a los vecinos blancos, pero prefieren no
mezclarse con ellos; van de casa al trabajo, del trabajo a la mezquita y de la
mezquita a casa; hablan preferiblemente en urdu, aceptan la poligamia, repudian
a sus mujeres diciendo tres veces “yo te divorcio”, obligan a sus hijas a
casarse con quienes ellos deciden, y resuelven sus disputas a la manera
tradicional, ignorando si es necesario la ley inglesa.
Entre ellos, una minoría infinitesimal (tal vez unos
cuantos centenares) son considerados por los servicios de inteligencia posibles
terroristas, una pequeñísima minoría aprueba el recurso al terrorismo, un
número considerable “entiende” de dónde y por qué han surgido Al Qaeda y el
Estado Islámico, una amplísima mayoría denuncia el colonialismo occidental
(británico, francés, norteamericano…), el apoyo a Israel, el trato al pueblo
palestino, el uso de drones, las matanzas injustificadas de civiles, las
guerras no autorizadas y la intromisión en los asuntos de Iraq, Siria o Libia,
como siempre los que te cambian el país y tu vida encima te dan la culpa de
ello.
El segundo universo paralelo es el de la Inglaterra
blanca acomodada, culturalmente cristiana con un importante componente
religioso judío, que se lleva a las manos a la cabeza cuando se entera de esas
cosas por los periódicos o la televisión, no tiene vecinos musulmanes –excepto
tal vez algún jeque acaudalado del Golfo-.
El tercer mundo es aquel donde las culturas y las
religiones entran en contacto diario, y los valores son menos absolutos. El de
las funcionarias de inmigración que reciben a los visitantes en el aeropuerto
de Heathrow con un velo en la cabeza. El de Yasmina Akhter, maestra de una
escuela primaria de Bradford, que es musulmana, pero opta por vestir a la
occidental. El del policía urbano Nazir Raf, que en sus rondas encuentra tiempo
para orar cinco veces al día. El del chef Omar Ager, que tiene un espacio junto
a la cocina de su restaurante para rezar entre la preparación de un plato y
otro.
Y así numerosos ejemplos, es el universo más abierto, el
de la Gran Bretaña que no pertenece ni a los de aquí ni a los de allá, sino que
es de todos. El del multiculturalismo. Eso que yo creo que no es verdad porque
no puede existir porque cuando una cultura pretende multiculturizarse
automáticamente está invadiendo y siendo invadida por los derechos de las otras
culturas, de verdad creemos que estamos preparados para este cambio.
Esto lo escribo para que los habitantes de Colonia de Hamburgo
y la canciller Merkel empieza a conocer que le espera a Alemania con su
apertura al multiculturalismo he escogido gran Bretaña como ejemplo porque su
multiculturalismo es más antiguo y se puede tomar como ejemplo, y además es más
grave porque Gran Bretaña tubo de aceptar la obligación de dar pasaportes
británicos a todos los emigrantes que escapaban de sus antiguas colonias y
ahora ya lo ven las han reconstruido en la mismísima Gran Bretaña.
Excelente artículo...
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